MUJER ATENTA

Escucha atenta a la voz de Dios

Estar atentos a la voz de Jesús en nuestra vida cotidiana, a través de la oración, la meditación y la reflexión sobre la Palabra, Dios nos habla, debemos educar nuestro corazón para aprender a escucharlo.

FLORECILLA

El sueño de la inundación

El 1o. de enero de 1866 Don Bosco habló así al alumnado: Soñé que me encontraba cerca de un pueblo parecido a Castelnuovo. Los jóvenes jugaban alegremente en un campo, cuando de pronto se vio aparecer en el extremo de la llanura una gran inundación, que crecía por momentos y amenazaba ahogarnos a todos. Era que el río Po se había desbordado y sus olas llegaban como grandes ríos.

Nosotros corrimos a refugiarnos en un edificio viejo y alto que había servido antes de molino. Las aguas subían más y más nosotros teníamos que ir ascendiendo hacia los pisos superiores de aquella edificación. Todos los alrededores eran un inmenso lago. Ya no se veían bosques ni pueblos, ni ciudades, sino agua y más agua.

Ante tan terrible peligro y viendo que no se encontraba cómo librarnos de aquella inundación, empecé a animar a mis discípulos diciéndoles que pusiéramos toda nuestra confianza en la ayuda de Dios y en la bondad de nuestra querida Madre María.

El agua subió hasta el techo de aquella habitación y nosotros estábamos llenos de terror, cuando de pronto apareció una enorme barca, flotando cerca del sitio donde estábamos.

Cada uno quería ser el primero en saltar a la barca para librarse de ser devorado por las aguas, pero ninguno se atrevía porque no la podíamos acercar a la casa. Solamente había un medio que nos podía permitir llegar hasta la barca: era un enorme tronco de árbol, largo y estrecho. Pero pasar sobre él resultaba peligroso, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas.

Me llené de valor y pasé primero por sobre aquel tronco y llegué a la barca y luego encargué a algunos sacerdotes clérigos que unos se dedicaron a apoyar a los que se subían sobre el tronco y otros desde la barca les dieron la mano a los que venían llegando. Pero, caso curioso, los sacerdotes y clérigos se cansaban muy pronto de aquel trabajo y se desanimaban por tanto cansancio. Entonces me dediqué también yo a ayudar a pasar gente, pero muy pronto quedé rendido de cansancio.

Y sucedió que muchos jóvenes, dejándose llevar por la impaciencia improvisaron un nuevo puente con una tabla y se dispusieron a pasar por allí, con gran peligro de caerse al agua.

Yo les gritaba: – ¡Cuidado, por favor! ¡Deténganse, que se van a caer a las aguas! Pero no me hicieron caso y muchos de ellos perdieron el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas malolientes y turbulentas aguas, y no los volvimos a ver más.

Y la tabla que les servía de puente se hundió también con todos los que pasaban por allí. La cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió por seguir sus propios caprichos.

Yo logré acercar la barca hacia el edificio y entonces el Padre Cagliero, con un pie en la ventana y el otro en el borde de la barca empezó a hacer pasar a los jóvenes que todavía quedaban allí en esa edificación y los ayudaba a ponerse en seguro Muchos jóvenes se habían subido al techo y estaban allí arrimados unos a otros llenos de temor. Yo les dije que se encomendaran a Dios y que bajaran por sobre el tejado, entrelazados los brazos unos con otros para no rodar. Me obedecieron y como la barca estaba pegada al edificio, con la ayuda de los compañeros los hicimos llegar a todos a la barca. En nuestra embarcación había unas buenas canastas de pan.

Cuando todos estuvimos en la barca, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes: – María es la Estrella del Mar. Ella no abandona a los que confían en su protección. Pongámonos todos bajo su manto: la Virgen nos librará de los peligros y nos llevará a puerto seguro.

Después dejamos que la nave fuera llevada por las olas y empezó a moverse alejándose de aquel lugar. Yo me acordaba de aquella frase del Libro de los Proverbios: “Es como nave que viene de lejos trayendo el pan” (Prov. 31,13).

La fuerza de las aguas agitadas por el viento movía a tal velocidad nuestra nave que tuvimos que abrazarnos unos a otros, formando un todo, para no caer.

Luego llegamos a un gran remolino y la barca empezó a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero llegó un viento fortísimo y la sacó de aquella vorágine, y aunque de vez en cuando encontrábamos algún remolino peligroso, sin embargo aquel viento salvador llevó a nuestra barca hasta la playa seca, hermosa y amplia que parecía sobresalir como una isla en medio de aquel mar inmenso de profundas aguas.

Muchos jóvenes opinaron que había que descender a la isla y que nos fuéramos a tierra y decían que Dios puso al hombre sobre la tierra y no sobre el mar. Y desobedeciendo mis órdenes y mis consejos bajaron a tierra, pero vino luego un terrible oleaje de la inundación y cubrió la isla y los ahogó a todos. Yo pensaba: ¡Qué caros se pagan los caprichos! Pero los jóvenes de la barca empezaron a sentir gran temor porque las olas se enfurecían cada vez más. Yo al verlos tan pálidos por el terror les dije: – ¡Ánimo, María Santísima no nos abandonará! Y todos, de común acuerdo nos pusimos a rezar los actos de fe, de esperanza, de caridad y de contrición, y luego rezamos varios Padrenuestros, Avemarías y Salves. Después de rodillas, agarrados todos de las manos, continuamos rezando cada unos nuestras oraciones particulares.

Mientras los demás rezábamos devotamente, algunos imprudentes se pusieron de pie y en vez de dedicarse a rezar se dedicaron a reírse y a burlarse de los que rezaban. Pero de pronto la barca dio un frenazo, giró con gran rapidez sobre sí misma y un viento violentísimo lazó aquellos imprudentes hacia las profundas aguas.

Eran unos treinta y ya no los volvimos a ver. Nosotros entonamos con gran devoción el “Dios te salve Reina y Madre” y nos encomendamos a María, Estrella del Mar.

Sobrevino una gran calma. La nave, cual pez gigantesco continuó avanzando sin saber nosotros hacia dónde nos llevaría.

Allí se trabajaba mucho tratando de salvar el mayor número de vidas que fuera posible. Se hacían todos los esfuerzos por tratar de que ninguno cayera al agua, y si alguno caía a las olas nos esforzábamos entre todos por salvarlo del ahogamiento.

Algunos imprudentes se asomaban demasiado al borde de la barca y caían al agua, y había algunos jóvenes tan descarados que invitaban a sus compañeros a acercarse al borde de la barca y cuando ya estaban allí, los empujaban y los hacían caer al agua.

Varios sacerdotes se consiguieron unas cañas largas y unos lazos provistos de salvavidas, y cuando escuchaban la voz de auxilio de alguno que había caído a las aguas, le alargaban la caña para que se prendiera de ella, y volviera a la barca o le lanzaban el lazo para que se lo amarrara a la cintura y así lo pudieran atraer hacia la embarcación.

Pero había algunos malintencionados que trataban de impedir que los náufragos fueran salvados. En cambio los clérigos vigilaban continuamente para que los jóvenes no se acercaran demasiado a los peligrosos bordes de la embarcación.

Yo estaba junto a una fuerte columna que sostenía una vela (o tela grande que al ser empujada por el viento hace moverse la embarcación), y me rodeaban muchos sacerdotes y clérigos que obedecían mis órdenes. Mientras todos obedecían, el viaje transcurrió en paz, alegría y tranquilidad, pero de pronto algunos empezaron a sentirse descontentos de estar allí; les parecía demasiado incómoda la barca y decían que era mejor buscar tierra lo antes posible. Murmuraban diciendo que los alimentos se nos acabarían y que no tendríamos después con qué comer. Discutían y me desobedecían. Yo trataba en vano de calmarlos y animarlos.

Y entonces aparecieron otras barcas que viajaban en dirección distinta a la de la nuestra y el grupo de rebeldes e imprudentes dispuso tender unas tablas sobre las aguas y pasarse a esas barcas.

Yo sentí mucha tristeza al ver que se alejaban, porque sabía que iban en busca de su propia ruina.

Y empezó una fuerte tempestad y las olas gigantescas fueron hundiendo una por una las embarcaciones que se habían llevado a los rebeldes, y la noche se hizo negra y oscura y a lo lejos se escuchaban los gritos angustiados de los que se hundían entre las olas. Todos perecieron (que oportunas eran entonces las palabras del Salmo 69: “Dios mío sálvanos, que las aguas nos quieren ahogar. Mi oración se dirige a Ti Dios mío: que me escuche tu gran bondad. Líbrame de las aguas tormentosas. Que no me hunda en las aguas sin fondo; que no me arrastre la corriente, que no se cierren las olas sobre mí. Estoy en peligro Señor, respóndeme enseguida” ).

El número de mis discípulos que se conservaban a salvo había disminuido mucho. A pesar de todo, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave llegó finalmente al amanecer, a un paso estrechísimo, entre dos playas llenas de barro, y de muchos restos y pedazos de embarcaciones destrozadas y hundidas por el vendaval.

Y vimos que alrededor de la barca pululaban enormes y temibles arañas, sapos, serpientes, tiburones, víboras venenosas y miles de animales feroces. Sobre unos sauces que colgaban sus ramas hacia el agua, había unos gatazos deformes que desgarraban restos de cuerpos humanos, y unos micos de gran tamaño que trataban de herir con sus uñas a nuestros jóvenes, pero éstos atemorizados se agachaban y se libraban de aquellas amenazas.

Y allí en aquel arenal encontramos muchos de los que habían desaparecido entre las olas. Eran cadáveres y estaban totalmente destrozados. Uno de los jóvenes gritó: ¡Miren a Fulano, lo está devorando un monstruo! ¡Miren a Zutano, lo está devorando otro monstruo! Y seguían diciendo los nombres de los que eran víctimas de aquellas fieras. Los demás compañeros miraban aquella escena con verdadero temor.

Y enseguida se presentó ante nuestros ojos otra escena todavía más espantosa: un horno inmenso lleno de fuego violentísimo y en él millares de personas convertidas en brasas ardientes que saltaban por los aires gritando y volvían a caer entre las tremendas llamas, como cuando hierve una olla llena de legumbres. Y sobre el horno había un letrero que decía: “Pecar contra el sexto mandamiento y contra el séptimo, eso es lo que hace caer aquí” .

Más allá había una elevación de tierra llena de árboles desordenadamente dispuestos entre ellos se agitaban muchos de mis discípulos que habían caído a las aguas y se habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra sin asustarme por el peligro que corría, me acerqué y vi que tenían los ojos, los oídos y el corazón llenos de insectos y de gusanos que les roían, causándoles agudísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás. Quise acercarme a él para ayudarle pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Uno de aquellos jóvenes abrió su camisa y apareció su cuerpo rodeado de serpientes. Otro llevaba serpientes junto a su corazón.

Les señalé a todos ellos una fuente de aguas termales curativas, y los que fueron a bañarse allí quedaron curados de todas sus heridas y subieron otra vez a la barca. Pero varios de los heridos no quisieron hacerme caso y no fueron a bañarse a las aguas curativas, y allí se quedaron.

La balsa empujada por el viento, atravesó aquel estrecho y entró de nuevo en la inmensidad de las aguas. Cómo recordaba entonces lo que dice el Salmo 106: “Estaban enfermos por sus maldades y por sus culpas eran afligidos, pero clamaron al Señor Dios en su angustia, y Él los libró de sus tribulaciones… Dios hizo aparecer un viento tormentoso que alzaba las olas a lo alto y hacia subir mucho y luego bajar hacia el abismo y los navegantes se tambaleaban y su vida se marchitaba, pero clamaron al Señor en su angustia, y Él los sacó de su tribulación. Apaciguó la tormenta y la convirtió en suave brisa, calmó las olas del mar y los condujo al deseado puerto de la paz” .

Esta descripción se cumplió en nosotros. Entonamos un canto a la Santísima Virgen por habernos protegido tanto y al instante como si la Reina del Cielo les hubiera traído una orden, se suavizó el viento y se aquietó el mar, y la balsa empezó a deslizarse suave y rápidamente sobre las tranquilas aguas.

Luego apareció en el Cielo un bellísimo Arco Iris y en él un enorme letrero que decía: “Madre y Reina de Todo el Universo: María”.

Y apareció en el horizonte una tierra amenísima, llena de bosques con toda clase de árboles; era un panorama tan encantador como uno no se lo puede imaginar y lo iluminaba una bellísima luz de atardecer, que llenaba el ánimo de tranquilidad y paz.

Y la barca llegando hacia la orilla se detuvo junto a una plantación de uvas. Los jóvenes me preguntaron: – ¿Don Bosco, ahora sí podemos bajar a tierra? Yo les respondí que sí, y entonces hubo un griterío general de alegría. En la plantación de uvas había unos racimos semejantes a los de la Tierra Prometida (de los cuales dice la Santa Biblia que para llevar un racimo se necesitaban dos hombres. Num. 13,23), y en los árboles frutales había las más variadas frutas, de sabores riquísimos.

En medio de aquel remolino de frutales había un gran castillo, rodeado de un delicioso y ameno jardín y defendido por fuertes murallas.

Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y se nos permitió la entrada.

Estábamos muy cansados y con muchísima hambre. Y allí nos tenían preparada una hermosísima y enorme mesa llena de los alimentos más exquisitos que imaginarse pueda. Cada uno pudo comer a su gusto todo lo que quiso.

Cuando terminábamos de comer entró al salón un joven hermosísimo, vestido muy elegantemente, el cual con gran educación y amabilidad nos fue saludando a cada uno llamándonos por nuestro propio nombre. Al vernos tan maravillados por todas las bellezas que estábamos contemplando nos dijo: – Esto no es nada. Vengan y verán cosas mejores.

Lo seguimos y desde el balcón nos mostró los hermosos jardines y prados y nos dijo que allí podríamos recrearnos a nuestro gusto. Luego nos fue llevando de sala en sala y cada una era más hermosa y elegante que la anterior.

Abrió después una puerta que comunicaba a un Templo. Por fuera parecía de pequeña estatura, pero apenas entramos en aquel recinto nos dimos cuenta que era tan inmensamente grande que apenas sí se alcanzaban a ver los lados opuestos, y si algunos se colocaban a otro extremo casi no los alcanzábamos a ver. El piso, las paredes y el techo estaban revestidos de mármoles finísimos y llenos de oro, perlas y diamantes. Por lo que yo profundamente maravillado exclamé: – Estás bellezas se parecen a las del Cielo. Yo quisiera quedarme aquí para siempre.

En medio del hermoso Templo se levantaba una enorme y bellísima estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para contemplar las bellezas de aquel sagrado edificio y se reunieron todos ante la estatus de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores que nos había concedido. Entonces sí me di cuenta de la enormidad de aquella inmensa Iglesia pues todos aquellos millares de jóvenes parecían apenas un pequeñito grupo en el centro del Templo.

Mientras contemplábamos la hermosura de aquella estatua cuyo rostro era de una belleza verdaderamente Celestial, la imagen pareció llenarse de vida y empezó a sonreír. Y entonces se levantó un murmullo entre los jóvenes, llenándose sus corazones de una emoción incontenible y empezaron a exclamar: – ¡La Virgen se mueve! ¡La Virgen mueve los ojos! Y en efecto María Santísima extendía su maternal mirada y la paseaba sobre todo aquel grupo de hijos espirituales suyos.

Enseguida se oyó una nueva exclamación de los jóvenes: – ¡La Virgen mueve las manos! Y así fue. Ella abriendo lentamente los brazos, levantó el manto para cubrirnos a todos bajo su protección.

Muchos derramaban lágrimas de emoción, y luego algunos exclamaron: – ¡La Virgen mueve los labios! Se hizo luego un profundo silencio y la Virgen habló amablemente y nos dijo: – “Si sois para mí hijos piadosos y devotos, yo seré para vosotros una Madre Amantísima”.

Al oír estás palabras todos caímos de rodillas y entonamos una canción a la Santísima Virgen.

Luego se oyó una tan hermosa y tan fuerte que yo muy impresionado me desperté.

Mis buenos jóvenes, la inundación que intenta ahogarnos son las malas tentaciones de este mundo. Los que hacen caso a los buenos consejos y no se dejan llevar por los que los aconsejan mal, después de esforzarse por hace mucho bien y por evitar hacer lo que es malo, y venciendo sus malas tendencias e inclinaciones, lograrán legar al final de la vida a una playa hermosa y llena de seguridad que es el Cielo. Entonces vendrá a nuestro encuentro la Virgen Santísima quien en nombre de Dios nos llevará a gozar de las delicias del paraíso Eterno. Pero los que no quieren seguir los buenos consejos de los sacerdotes sino sus propios caprichos y las malas inclinaciones, naufragarán miserablemente.

Explicación: Don Bosco dio después otras explicaciones acerca de este hermoso sueño. Dijo así: La inundación tan extendida por todas partes son los vicios, las malas costumbres, los errores contra la religión. La Casa o Molino donde se refugian los que quieren librarse de la inundación y la barca que lleva hacia la hermosa playa es la Iglesia Católica con sus institutos de educación y de apostolado. El árbol que sirve para pasar hacia la embarcación es la Cruz, o sea los sacrificios que cada uno hace por evitar lo malo y por comportase bien. La tabla falsa que algunos emplearon para pasar a la embarcación y que los hizo hundirse, significa el querer comportarse contra los reglamentos y contra lo que está mandado por nuestra Santa religión. Los sacerdotes y clérigos que ayudaban a los jóvenes a no caer o los rescataban si ya habían caído, significan los buenos educadores católicos que tratan de llevar a los demás a la salvación.

Los remolinos representan los terribles peligros de pecar que se presentan a veces, y las persecuciones que los malos hacen contra los que siguen a la religión. Los que se pasaron a una isla donde fueron devorados, significan los que se exponen a peligros de pecar y caen en pecados graves. Los que cayeron al agua y fueron rescatados son los que por la debilidad de su voluntad cometen faltas, pero luego se arrepienten y hacen caso a los buenos consejos y vuelven a comportarse bien otra vez.

Los monstruos, gatazos, micos, etc., que destrozaban a los jóvenes, son las incitaciones a pecar, y los errores que se enseñan contra la religión.

Los insectos en los ojos son las malas miradas y las malas lecturas. Los insectos en la lengua son las malas conversaciones. Y los insectos que roían el corazón significan los afectos sensuales indebidos y que hacen daño al alma. Las aguas termales curativas que sanaban a todos, son los sacramentos de la Confesión y de la Comunión.

El horno de fuego ardiente son los castigos que esperan a los que pecan. Los que allí estaban son aquellos que si se mueren así como están, con esos pecados graves que tienen sin perdonar, se condenarán. Pero Dios les tiene misericordia y los sigue llamando a que se conviertan, ahora que todavía les queda tiempo de convertirse y de hacer penitencia y cambia de vida.

El hermoso joven que recibió a los que llegaron al paraíso, puede ser Domingo Savio. La última frase, es el programa que la Virgen Santísima tiene para todos los que quieran ser para con Ella unos hijos devotos y piadosos: se mostrará siempre para con cada uno como una Madre Amabilísima. Esto lo ha hecho de manera impresionante siempre y en todas partes, y lo seguirá haciendo con todos los que le demuestren que la aman como hijos cariñosos.

El Padre Lemoyne le preguntó: – ¿A mí dónde me vio? Y Don Bosco le respondió: – Lo vi muy serio allá en un extremo de la barca preparando anzuelos y salvavidas para devolver hacia la barca a los que se habían caído a las aguas. Y vi que con sus escritos hacia inmenso bien a muchas gentes.

Y así sucedió. El Padre Lemoyne con sus escritos hizo muchísimo bien y lo sigue haciendo. Él fue el que escribió los primeros y más hermosos volúmenes de la vida de Don Bosco, con el título de Memorias Biográficas.

Los jóvenes le dieron una ovación de aplausos a Don Bosco al oírle narrar cómo era el Paraíso Eterno que les esperaba en el Cielo y él terminó con estás bellas palabras: – Cuando os despojéis de las ropas para acostaros, hacedlo con la mayor modestia, pensando que Dios os ve. Depuse arropaos con las cobijas, cruzad las manos sobre el pecho y diciendo: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”, entregaos al descanso. Buenas noches (MB. 8,249).